Freegans por las calles de Nueva York
A la mierda el Armagedón, ¡esto ya es el infierno!
Sin duda, parecemos una gran máquina registradora. Una sociedad de gigantescas vallas de neón, jingles pegajosos e interminables rebajas del 50 que nos bombardean minuto a minuto, machacando un imperio de consumo y desperdicio. Los recursos naturales, la fuerza de trabajo y hasta nuestra propia identidad llevan su etiqueta con su respectivo precio, así como cualquier otro objeto de los que se venden en los estantes de este gran supermercado en el que vivimos.
Sin embargo, en Nueva York, como en muchos otros lugares del planeta, existe una colorida milicia urbana de activistas que se resiste a darse por vencida. Para los freegans, como se les conoce en la arena de la contracultura, su lucha es una guerra a muerte contra el sistema económico. Sus armas no son bombas molotov, marchas multitudinarias o huelgas de hambre. Por el contrario, su objetivo es más irónico y aleccionador que cualquier arma de destrucción masiva: vivir del desperdicio del capitalismo desdeñando el uso del dinero y por ende librándose de sus trampas y ataduras.
No les empuja ni el hambre ni la pobreza. Asaltar cada noche los botes de basura de la gran ciudad responde simplemente al llamado de su conciencia. Es un meticuloso y orquestado despliegue de sentido común y amor por el medio ambiente, el cual se niega a tolerar cómo a diario se dejan podrir miles de toneladas de comida en perfecto estado a las afueras de restaurantes y supermercados, mientras que a escasos metros de esos lugares hay miles de personas que no tienen un trozo de comida para llevarse a la boca.
Tan solo en Estados Unidos, según cifras de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), son 350 mil toneladas de comida en buen estado las que terminan en la basura y en rellenos sanitarios cada año. Cifra que en un planeta donde 1.200 millones de personas -dos de éstos en La Gran Manzana- no tienen qué comer, rompe mucho más que el alma.
Sin embargo, la apatía moral y ética dentro del sistema en que vivimos no es algo de extrañar, aseguran los freegans, pues para los grandes restaurantes y supermercados de cadena es preferible botar la comida a la basura en vez de regalarla a los desamparados, pues formar parte de un banco de alimentos les generaría costos, tiempo y personal. Un lujo que no pueden darse en la interminable carrera por hacer dinero.
“Hoy en día no sólo se compra y se vende el cuerpo, la conciencia y la responsabilidad ambiental. Hoy todos somos, de una forma u otra, máquinas que acumulan mercancías. Y es ese instintivo afán por consumir el que ha convertido al desperdicio en nuestra forma de respirar”, dice Jane, una freeganista que lleva años recorriendo el mercado callejero neoyorquino y quien encuentra en la basura su forma predilecta de decir: “¡Viva la revolución!”.
Jane, quien se desempeña durante el día como terapista ocupacional, se refiere a la obsesión por el consumo como aquella falacia inventada por el mercado para obligarnos a desechar un tomate con una leve imperfección, un banano que se torna negro o la caja de huevos que se acerca a su fecha de vencimiento. Para ella, como para el grueso de científicos sociales, la sobreproducción alimentaria que se ve hoy en día crea una necesidad para que el precio de los alimentos sea menor. Sin embargo, esto no significa que lo que sobre o lo que no se venda se regale, pues de ser así las ventas y los precios caerían, haciendo realidad la peor pesadilla de los economistas.
Ante este panorama, la recia militancia ambiental de los freegans cobra más sentido que nunca. Mantenerse lo más alejados posible del consumo y el mercado mediante formas alternativas de subsistencia como el buceo de basuras, el reciclaje de prendas de vestir, las ferias de productos gratuitos, el transporte ecológico y el trabajo voluntario son más que prácticas obligadas para los que se hacen llamar freeganistas. Por su parte, para los más románticos, las vías de hecho también hacen parte de sus herramientas subversivas.
Boicotear productos de empresas como Adidas por usar piel de canguro en la fabricación de sus guayos, Kentucky Fried Chicken por la crianza de pollos con hormonas de crecimiento, o contra la marca de cosméticos L´Oreal que testea algunos de sus productos en animales, son algunas de las tantas campañas que esta raza de individuos lidera.
“Ellos no van a cambiar su corazón por razones éticas ni morales. La única forma de llevarlos contra las cuerdas es golpeándoles donde más les duele: en sus ventas”, añade Jane. Es por esto que cada trozo de alimento que se llevan a la boca los miembros de la también denominada Guerrilla Verde, representa un acto de control político y ambiental. ¿De dónde viene lo que estoy comiendo?, ¿cómo se cultivó?, ¿qué tipo de efectos generó sobre el medio ambiente?, ¿se explotó a seres humanos durante su producción? Son todas preguntas que quizás usted no tenga en mente a la hora de desayunar con una taza de cereal de trigo transgénico ni cuando se prepara a comer una lata de atún donde seguramente hay restos de delfines cazados ilegalmente.
“Antes de tomar cualquier decisión de lo que como o uso, me pregunto el impacto económico y social de su consumo. Cada día debo ejercitar mi conciencia y pensar como un ser humano y no como una máquina registradora”, explica Dean, un joven publicista de origen suizo, quien desde que llegó a La Gran Manzana y vio cómo había bolsas repletas de comida tiradas en la calle, juró nunca más volver a gastar un dólar en alimentos. “Para un ambientalista como yo, qué mejor forma de vivir que reciclar la comida de los demás”, concluye.
Trash Tour
Son las nueve de la noche en el Upper West Side del alto Manhattan, sin duda uno de los lugares más costosos de todo el planeta. En este barrio de Nueva York una libra de tomates ronda los diez mil pesos y el valor de la vivienda es 65% más costosa que en el resto del país. A escasos minutos de que los supermercados cinco estrellas de toda la zona inicien su oda al desperdicio, me encuentro con Spike, uno de los tantos neoyorquinos miembros de esta Guerrilla Verde. Es viernes en la noche, y mientras la ciudad se prepara para irse de fiesta, nosotros vamos a hacer un nutrido mercado. “Alístese que solo vamos a conseguir productos orgánicos, comida 100 por ciento gourmet”, me dice el chico de 24 años sin poder contener una carcajada llena de ironía, propia del que come y vive sin gastar un centavo de dólar en la capital del mundo.
Pasan cinco minutos y hombres, mujeres, jóvenes y ancianos van llegando al punto de encuentro, que horas antes se había hecho público en Internet. Un saludo fraternal entre todos combate el frío y la ansiedad de aquellos que asisten a su primer tour de recolección. “No puedo dejar de sentir expectativa y emoción por hacer algo que se opone a todo lo que odio de esta sociedad. El consumismo, los prejuicios sociales, la discriminación y el desperdicio”, confiesa Thomas, un estudiante de historia de la Universidad de Columbia.
Las reglas son claras y contundentes: cada cual toma lo que quiere y solamente lo que necesita, teniendo en cuenta que seguramente otro escuadrón de freegans vendrá más adelante en la noche en busca del mismo objetivo.
Comienza la inspección de las inmensas bolsas de basura color negro arrumadas en frente del supermercado. Las manos de todos los presentes hurgan hasta el fondo de cada bolsa en busca de los apetecidos alimentos. “Nos quieren engañar. Lo que hacen los empleados de supermercados como Dagostino’s es esconder la comida en buen estado entre cajas de cartón para evitar que la descubramos”, dice Roland, un hombre cincuentón de origen irlandés, que lleva comiendo de la basura más de 5 años.
Solo han pasado quince minutos y esta célula de recolectores ya ha encontrado lo más delicatessen del lugar. Bandejas selladas de sushi, dumplings, ensaladas orgánicas, raviolis de espinaca, fideos orientales, quesos, galletas, pan, tortas, camarones dorados y, por supuesto, un sinnúmero de frutas y vegetales. “Llevo tres años haciendo esto y no dejo de sorprenderme con la cantidad de alimentos que se botan en esta ciudad”, dice Janet, profesora de secundaria y miembro fundador de la red freegan.info. Y añade: “Con lo que hemos recogido en este solo lugar, entre carbohidratos, proteínas y vegetales, podemos hacer fácilmente una cena para quitarles el hambre a cerca de 30 personas”.
Después de guardar y cerrar hasta la última bolsa dejando el lugar como si nada hubiera pasado, nos dirigimos a nuestro próximo destino. Mientras cruzamos la calle en una especie de estampida de langostas, le pregunto a una mujer del grupo qué tan común es que se enfermen debido al consumo de alimentos en estado de descomposición. “En los años que llevo recolectando, nunca me he enfermado. Lo primero que aprendemos al cazar basuras es a ser muy meticulosos en lo que se puede y lo que no se puede comer. En cómo lavar y cocinar los alimentos. Por ejemplo con estos camarones lo único que tengo que asegurarme es que queden muy bien hervidos”.
Unas cuadras más arriba, enfrente de Gristedes, otro exclusivo supermercado de la ciudad, la incursión comienza nuevamente. Montones de pan, brownies, sopas enlatadas, pollo, quesos, ostras, yogures y mucha leche son el menú de este lugar. Así, mientras todos escogen sus productos favoritos como si estuvieran dentro de los corredores del propio supermercado, las pequeñas maletas con rodachinas que lleva cada uno de los asistentes se atiborran de alimentos que fácilmente superan los 100 dólares en valor comercial. Todo, ante la mirada atónita de los transeúntes que al pasar hacen cara de repugnancia como si se tratara de desperdicios humanos. “Hay muchos tabús y prejuicios en esta sociedad contra las personas que comen de los desperdicios. Es un estigma de degradación, como si dejáramos de ser humanos”, dice la mujer que me confiesa que prefiere que su lucha sea silenciosa y anónima, pues ha tenido que cargar el peso de la ‘letra escarlata’ por este tipo de activismo.
Después de dos horas de iniciado el tour y de haber recorrido dos supermercados, dos panaderías y un lugar de sándwiches gourmet, el grueso del grupo se reúne para hacer un balance de lo conseguido. Mientras algunos se dispersan en la inmensidad y la oscuridad de la gran ciudad, otros se disponen a cocinar el banquete. Así se le conoce a la cena que los freegans preparan con la comida recolectada, en la cual estrechan sus vínculos con la comunidad invitando a la mesa a personas desamparadas.